"La madre de Ernesto" - Abelardo Castillo


Si Ernesto se enteró de que ella había vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva. Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda. Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenés miedo – dije yo.
–Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.

"Cien años de soledad" - Gabriel García Márquez (fragmento)



Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. "Las cosas tienen vida propia -pregonaba el gitano con áspero acento-, todo es cuestión de despertarles el ánima." José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: "Para eso no sirve." Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. "Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa", replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo xv con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer.

¡FELIZ 2011!

Queridos alumnos de La Plata y Berisso: les deseo un feliz 2011. Espero que en este año puedan cumplir sus objetivos y que en cada clase podamos enseñar y aprender juntos. Un abrazo grande.

Javier

Entrevista a Mario Arteca

POR LUIS MALTZ Y MAURICIO VALLUZZI


Mario Arteca nació en La Plata en 1960. Es periodista cultural y escritor



PRIMERA ENTREGA

ACERCA DE LA LECTURA

Te aferrás a lo primero que leés, aquello que te saca de la modorra de cuando no leías demasiado; a mi me pasó eso con Neruda, después lo detesté rápidamente, tenía una proliferación de palabras que a uno le aumenta el diccionario personal. Después hubo otras lecturas, cuando dejé a Neruda empecé a leer a otra gente. Gelman me gustaba mucho, ahora no lo leo para nada. Pero a mí me hizo un click importante cuando leí a un italiano que se llamaba Eugenio Montale: es un autor de una densidad y profundidad que pocas veces se ve; era más críptico, más simbólico, a mí me daba a entender que la poesía no era sólo una comida para desdentados. Había que masticarla de a poco. Te vas preguntando qué significa cada poema, luego te das cuenta que el significado no es tan importante, sino lo que auditivamente ofrece el poema. Me llevaba a un lugar que no tenía que ver demasiado con un poema, era como retazos (cortar y pegar) Después me abrí a otras lecturas, vas a librerías y buscás lo que no conocés. A mi la lectura de José Kozer me movió mucho, un escritor cubano muy importante, muy amigo; es el hombre que pudo leer a Lezama Lima y no hacer exactamente la misma trayectoria, mucho más sensual que Lezama (si se puede ser más sensual) más críptico y doméstico. Es un escritor que no sólo entiende cómo funciona su lengua, entiende como funciona la lengua universal de la literatura (una especie de Ezra Pound cubano, que trabaja mucha información literaria, mucho culteranismo. Pero eso está siempre en la superficie de la lengua, en un lugar hogareño, de la domesticación; lo trabaja como parte de una casa donde está él y Guadalupe, su esposa) Luego de esta etapa hogareña, el cubano se va complejizando y trabaja con la repetición fónica como modo de puntuación.

VIEL TEMPERLEY

Al leer la obra completa, descubrís su trayecto: de poeta de campo a la singularidad de Hospital Británico.

Este último Viel Temperley empieza a extraer imágenes (Hospital británico, Crawl). Es el único poeta que hace una antología antes de morir. La mayoría de los poetas trabaja lo íntimo como una manera de intervenir en la literatura, él utiliza lo íntimo como una manera de crear imágenes. Sobre todo imágenes que son casi psicoanalíticas: la idea del padre, la madre, la zona del útero, del vientre materno (el útero cuando uno está y no recuerda nada, es como el poeta que no tiene conciencia de lo que sucede porque es como si no hubiese nacido) En la literatura argentina es una operación muy rara siendo la poesía argentina muy abstracta.

RICARDO ZELARRAYAN

Zelarrayán aparece como un continuador de lo que cortó la dictadura y que había comenzado con El Fiord de Osvaldo Lamborghini: relectura de la gauchesca, de la lengua bárbara (en el sentido sarmientista)

Si leés El Fiord te das cuenta que es un texto muy burdo, en el sentido de presentar tan claramente las claves de lectura, tiene carácter fundacional.; esto encuentra continuidad en el trabajo que realizan con la jerga popular, cada uno a su manera: Manuel Puig, Germán García con Nanina, Alejandro González con Andá a cantarle a Gardel y Luis Gusman con El Frasquito.

Estas escrituras resultaron un movimiento casi inconsciente de la literatura argentina que la narrativa le dio a la poesía. Cuando Zelarrayán publica “La obsesión del espacio” es un texto neolamborghiniano cuando Osvaldo aún era joven. Había una comunidad alrededor de Literal que desmentía al boom latinoamericano. A nivel narrativa deriva en la novela de lenguaje (Néstor Sánchez); pero en poesía sirve para salir del baúl de los 60 (piola a nivel ideológico malo desde lo estilístico). De ese cofre también salen Gelman (especialmente con Fábulas) y Miguel Ángel Bustos (rescatando sólo muecas de los 60) y también Zelarrayán (Cucurto plagia a Zelarrayán más que a Osvaldo, ha sabido con inteligencia rescatar esa obra, pero su producción con valor presente no sé si tiene valor futuro) ¿Qué hubiera pasado si ese movimiento no se hubiera cortado por la dictadura?

ACERCA DE SU ESCRITURA

Mi primer libro publicado fue en verdad mi tercer libro: Bestiario búlgaro. La segunda parte de Bestiario trabaja una zona más áspera, no tan lírica como la primera; y eso me interesaba porque uno de los problemas de la poesía en argentina es la poesía poetizable. El gusto por el arte pop se ajusta a mi necesidad de frescura, la experiencia Di Tella en ese sentido me resulta capital: la idea de lo alto y lo bajo al mismo tiempo. Eso ocurre en la obra de uno de mis escritores favoritos John Ashbery. Mecanismos y procedimientos en sí mismos, cada libro tiene que ser distinto a otro: un libro de poesía al igual que un concepto es muy fugaz, muy maleable y aunque resulte ininteligible lo que rescato de un libro es su eficacia, movimiento y personalidad.

Si me preguntan por el sentido en la poesía, me encanta trabajar zonas antagónicas, antítesis; por ejemplo en Impresiones de un folleto conviven citas en alemán junto a banalidades y eso contribuye a una lectura no lineal.

Guatambú debe ser el libro que más me costó y más rápidamente hice: cuatro meses de escritura y una hija recién nacida que lloraba como un becerro. Escribía de las once hasta las tres de la mañana. Hubo un momento en el que me dio la sensación de que este libro iba a ser algo, que tenía que funcionar aunque sea como bomba de hidrógeno. A mi me importó trabajar distintos estilos: objetivismo, por momentos nouvelle vague, con citas que no le importasen a nadie pero que en el conjunto seguramente aportarían algo. En Guatambú hay mucha conversación, mucha gente hablando. Incluso transcripciones de cartas como la que le escribí a García Helder definiendo lo que en ese momento para mi era un poema. Trabajé la idea de dificultad, de no haberlo manyado todo, la idea de que algo caiga bien y uno no comprenda por completo. Lo que me importó es que tuviese cierta eficacia, cierta apertura: que abriese un camino.

Yo lo pensé como un libro polaco al principio, había visto en ese tiempo la muy linda biografía de Krzysztof Kieślowski. Después se convirtió en un libro del Mercosur (Portuñol) tras mis lecturas de Catatau de Paulo Leminski, Mar Paraguayo de Wilson Bueno (¡tremendo libro¡) y un trabajo ocasional como corrector para una editorial de San Pablo.

FRAGMENTO DE GUATAMBÚ


Hasta él mismo se extrañó de poder hablar
1980 con ellos. Sí, hay una depresión del terreno
cubierta de alisios y en verano todo muda
en un lago. Las puntas de los alisios se recortaban
sobre un fondo de cielo color limón, con sus contornos
oscuros, mientras tenía ante sí un compacto de árboles
jóvenes. Allí donde el acceso era difícil, la tierra
se conservaba mojada; cada vez que alguna cosa sucedía,
desde un lugar le respondían desde tres o cuatro puntos
diferentes. Por encima de los árboles, una silueta
y luego otra. El hecho de que estuvieran volando allá
arriba no probaba nada aún. Atención: una sombra pasó
entre el cepillo de las brisas más jóvenes, se posó después
de un disparo y encontró aquello tendido de espaldas, vivo
aún, las garras erguidas en actitud de defensa. La piel,
disecada, conservará durante un tiempo el aspecto de éste
y no de otro ser, mientras no la destruya la polilla.
Quiso lanzar un reclamo, aunque sólo consiguió quedarse
ronco, cambiada ya la voz, nunca otra vez aquella señal
aguda (contrapicado) entre el maullido de un gato
y el silbido de la bala, haciendo centro. Lo único
que los justifica es la medida de sus proporciones;
cuando no se expresa aquello que no existe, de la misma
forma en que el Estado protege a sus animales
2001 de caza mediante leyes y a la nueva generación
por medio de verjas (G. Benn). Asbesto,
la inflación de la conducta; sucesión espontánea del páramo
en su dogma, las muñecas anuda hasta zamparlas del todo;
es un mundo para ella y así, incluso, con esa carga apenas
lo conoce. Pero insiste con él, se deja estar entre esos brazos
iguales a los suyos en la compensación de los detalles.
A escala dará lo mismo que él y ella sumen de a un coágulo
el ritmo del vareo, aúnen sus pies en el caldo de la noche,
cuando incurrir en ello supone el principio de toda atracción
tras largas emanaciones. Corrige, tacha la válvula paterna;
proviene del horror vacui cada despunte de sus ojos. Lo ve,
imprime los suyos saliente de un reflejo acercándose al apego
de una cámara. En la nueva toma ningún miembro del dúo
opina lo contrario. Hacen correr sus cilicios al amparo
de un efecto, un rebote. Al tiempo se refractan, salpican
milímetros de la piel que los une (si es para siempre, mejor)
pero sería demasiado, tamaña coincidencia; o bien le zumba
cualquier atisbo de un script en la cara, segura cosa entre ellos.






ELEGIMOS DE EUGENIO MONTALE

La anguila

La anguila, la sirena
de los mares fríos que deja el Báltico
para llegar a nuestros mares,
a nuestros estuarios, a los ríos
que remonta por el fondo, bajo la crecida adversa,
de cauce a cauce, y después
de hilo a hilo, sutilizados,
cada vez más dentro, cada vez más en el corazón
del macizo, filtrándose
entre burbujas de fango, hasta que un día
una luz brotada de los castaños
le enciende brillos en charcos de agua muerta,
en los fosos que unen
los saltos de los Apeninos a la Romaña;
la anguila, antorcha, látigo,
flecha de Amor en tierra
que sólo nuestros barrancos o los resecos
arroyos pirenaicos devuelven
a paraísos de fecundación;
el alma verde que busca
vida sólo allí donde
muerde el ardor y al desolación,
la chispa que dice:
todo comienza cuando todo parece
carbonizarse, rama sepultada;
el iris breve, gemelo
de aquel que engarzas entre las pestañas
y haces brillar intacto entre los hijos
del hombre, inmersos en tu fango, ¿puedes tú
no creerla hermano?

Versión de Jesús López Pacheco

"Exilio" - Alejandra Pizarnik



Esta manía de saberme ángel,
sin edad,
sin muerte en qué vivirme,
sin piedad por mi nombre
ni por mis huesos que lloran vagando.

¿Y quién no tiene un amor?
¿Y quién no goza entre amapolas?
¿Y quién no posee un fuego, una muerte,
un miedo, algo horrible,
aunque fuere con plumas
aunque fuere con sonrisas?

Siniestro delirio amar una sombra.
La sombra no muere.
Y mi amor
sólo abraza a lo que fluye
como lava del infierno:
una logia callada,
fantasmas en dulce erección,
sacerdotes de espuma,
y sobre todo ángeles,
ángeles bellos como cuchillos
que se elevan en la noche
y devastan la esperanza.

"Viajes de Gulliver" - Jonathan Swift (fragmento)

Los houyhnhnms no tienen literatura, y toda su instrucción es, por lo tanto, puramente tradicional. Pero como se dan pocos acontecimientos de importancia en un pueblo tan bien unido, naturalmente dispuesto a la virtud, gobernado enteramente por la razón y apartado de todo comercio con las demás naciones, se conserva fácilmente la parte histórica sin cargar las memorias demasiado. Ya he consignado que no están sujetos a enfermedad ninguna, y no necesitan médicos, por consiguiente. No obstante, tienen excelentes medicamentos, compuestos de hierbas, para curar casuales contusiones y cortaduras en las cuartillas o las ranillas, producidas por piedras afiladas, así como otros daños y golpes en las varias partes del cuerpo.

Calculan el año por las revoluciones del sol y de la luna, pero no lo subdividen en semanas. Conocen bien los movimientos de esos dos luminares y comprenden la teoría de los eclipses. Esto es lo más a que alcanza su progreso en astronomía.

En poesía hay que reconocer que aventajan a todos los demás mortales; son ciertamente inimitables la justeza de sus símiles y la minuciosidad y exactitud de sus descripciones. Abundan sus versos en estas dos figuras, y por regla general consisten en algunas exaltadas nociones de amistad y benevolencia, o en alabanzas a los victoriosos en carreras y otros ejercicios corporales. Sus edificios, aunque muy rudos y sencillos, no son incómodos, sino, por lo contrario, bien imaginados para protegerse contra las injurias del frío y del calor. Hay allí una clase de árbol que a los cuarenta años se suelta por la raíz y cae a la primera tempestad; son muy derechos, y aguzados como estacas con una piedra de filo -porque los houyhnhnms desconocen el uso del hierro-, los clavan verticales en la tierra, con separación de unas diez pulgadas, y luego los entretejen con paja de avena o a veces con zarzo. El techo se hace del mismo modo, e igualmente las puertas.

Los houyhnhnms usan el hueco de sus patas delanteras, entre la cuartilla y el casco, como las manos nosotros, y con mucho mayor destreza de lo que en un principio pude suponer. He visto a una yegua blanca de la familia enhebrar con esta articulación una aguja, que yo le presté de propósito. Ordeñan las vacas, siegan la avena y hacen del mismo modo todos los trabajos en que nosotros empleamos las manos. Tienen una especie de pedernales duros, de los cuales, por el procedimiento de la frotación con otras piedras, fabrican instrumentos que hacen el oficio de cuñas, hachas y martillos. Con aperos hechos de estos pedernales cortan asimismo el heno y siegan la avena, que crecen en aquellos campos naturalmente. Los yahoos llevan los haces en carros a la casa y los criados los pisan dentro de unas ciertas chozas cubiertas, para separar el grano, que se guarda en almacenes. Hacen una especie de toscas vasijas de barro y de madera, y las primeras las cuecen al sol.

Si aciertan a evitar los accidentes, mueren sólo de viejos, y son enterrados en los sitios más apartados y obscuros que pueden encontrarse. Los amigos y parientes no manifiestan alegría ni dolor por el fallecimiento, ni el individuo agonizante deja ver en el punto de dejar el mundo la más pequeña inquietud; no más que si estuviese para regresar a su casa después de visitar a uno de sus vecinos. Recuerdo que una vez, estando citado mi amo en su propia casa con un amigo y su familia para tratar cierto asunto de importancia, llegaron el día señalado la señora y sus dos hijos con gran retraso. Presentó ella dos excusas: una, por la ausencia de su marido, a quien, según dijo, le había acontecido lhnuwnh aquella misma mañana. La palabra es enérgicamente expresiva en su idioma, pero difícilmente traducible al inglés; viene a significar retirarse a su primera madre. La excusa por no haber ido más temprano fue que su esposo había muerto avanzada la mañana, y ella había tenido que pasar un buen rato consultando con los criados acerca del sitio conveniente para depositar el cuerpo. Y pude observar que se condujo ella en nuestra casa tan alegremente como los demás. Murió unos tres meses después.

Por regla general, viven setenta o setenta y cinco años; rara vez, ochenta. Algunas semanas antes de la muerte experimentan un gradual decaimiento, pero sin dolor. Durante este plazo los visitan mucho sus amigos, pues no pueden salir con la acostumbrada facilidad y satisfacción. Sin embargo, unos diez días antes de morir, cálculo en que muy raras veces se equivocan, devuelven las visitas que les han hecho los vecinos más próximos, haciéndose transportar en un adecuado carretón, tirado por yahoos, vehículo que usan no sólo en esta ocasión, sino también en largos viajes, cuando son viejos y cuando quedan lisiados a consecuencia de un accidente. Y cuando el houyhnhnm que va a morir devuelve esas visitas, se despide solemnemente de sus amigos como si fuese a marchar a algún punto remoto del país donde hubiera decidido pasar el resto de su vida.

"El principito" - Antoine de Saint Exupéry (fragmento)


La región exacta en la que se encontraba era en la de los asteroides 325, 326, 327, 328, 329 y 330. Decidió visitarlos a fin de instruirse y encontrar una ocupación.

El primero lo habitaba un rey, vestido de púrpura. Se sentaba en un tronco sencillo pero majestuoso.

-¡Ah! He aquí un súbdito-dijo el rey al ver llegar al principito.

Mi amigo pensó para sí: "¿Cómo puede reconocerme si nunca me ha visto antes? ¿Acaso todos los hombres son sus súbditos?"

-Ven más cerca, que quiero mirarte mejor-dijo el rey orgulloso de poder ser por fin el rey de alguien.

El principito buscaba un lugar para sentarse, pero el planeta estaba completamente cubierto por el manto de armiño que llevaba encima el rey. No tuvo opción más que la de permanecer en pie, y como se veía muy cansado, bostezó.

-Es contrario al protocolo bostezar en presencia de un rey, de modo que te lo prohíbo-replicó el rey.

-¿Cómo puedo impedirlo? Vengo de un largo viaje y no he dormido-respondió el principito.

-Pues entonces-dijo el rey- te ordeno que bosteces. Desde hace largo tiempo, no he visto a nadie bostezar. Los bostezos despiertan en mí cierta curiosidad. ¡Vamos!, hazlo otra vez. ¡Es una orden!.

-Eso me intimida... ahora no puedo-exclamó el principito mientras iba enrojeciendo.

-¡Hum! ¡Hum!-expresó el rey- Entonces te... te ordeno bostezar o no bos...

De pronto pareció irritado.

El único deseo del rey, era el de ser respetado. No toleraba entonces que se le desobedeciera en lo más mínimo. Pero... dentro de todo, daba órdenes razonables.

"Si ordeno-decía- a un general que se convierta en ave marina y éste no obedece, no sería culpa del general, sino exclusivamente mía".

-¿Podría sentarme?-suplicó tímidamente el principito.

-Ordeno que lo hagas-respondió el rey al tiempo que recogía parte del faldón de su manto de armiño.

El principito se preguntaba: "Sobre quiénes podía reinar el rey, siendo tan pequeño su planeta?"

-Sire...-le dijo- os pido perdón por preguntaos...

-Ordeno que me preguntes-contestó el rey apresurado.

-Sire... ¿Sobre qué reináis?

-Sobre todo-respondió el rey.

-¿Sobre todo?

Expresándose con gestos, el rey señaló su planeta, los otros y también las estrellas.

-¿Sobre todo eso?-preguntó el principito asombrado.

-Así es, sobre todo eso...-respondió el rey.

El principito se hallaba nada menos que frente a un monarca universal.

-Y las estrellas os obedecen?

-Claro que sí-dijo el rey- Acatan mis órdenes al instante. Detesto la indisciplina.

El principito estaba realmente maravillado. Si él hubiera detentado tal poder, habría podido ser testigo no sólo de cuarenta y cuatro, sino a setenta y dos, o cien, o aún doscientas puestas de sol en un mismo día, sin siquiera necesitar desplazarse con su silla! Comenzaba a experimentar cierta melancolía al recordar a su pequeño planeta que había quedado abandonado y se animó a pedir una gracia al rey:

-Necesito ver una puesta de sol... Hazme el gusto... Ordena al sol que se ponga...

-Si ordeno a un general que vuele de flor en flor cual si fuera mariposa, que escriba una tragedia o que de pronto mutara en ave marina y no lo hiciera, quién estaría en falta, él o yo?

-Vos-contestó el principito con tono seguro.

-Correcto. Se debe pedir a cada cual, lo que está a su alcance realizar. La autoridad posee un primer sustento que es la razón-dijo el rey- De tal forma que si ordenas a tu pueblo arrojarse al mar, seguramente éste se inclinará hacia una revolución. Me creo con el derecho de exigir obediencia ya que mis órdenes están dentro de lo razonable.

-Y qué hay de mi puesta de sol?-recordó el principito, quien nunca renunciaba a una pregunta, una vez que la había formulado.

-La tendrás. Así lo exigiré, pero tendré que esperar a que las condiciones sean las favorables y adecuadas.

-Y cuándo sucederá eso?-quiso averiguar el principito.

-Hem! Hem!-vociferó el rey mientras consultaba un grueso calendario-, hem! hem!, será a las... a las... será esta misma noche, exactamente a las siete y cuarenta! Ya veras cómo soy obedecido!

El principito bostezó al tiempo que lamentaba la pérdida de su puesta de sol, y como ya se aburría dijo:

-Ya nada tengo que hacer aquí. Me marcho.

-No te vayas todavía-sugirió el rey, quien estaba muy satisfecho de tener un súbdito- Si te quedas, te hago ministro.

-¿Ministro de qué?

-De... de justicia!

-Pero a quién podré juzgar?

-Eso aún no lo se-contestó el rey- Debo visitar a mi reino, pero estoy viejo, no tengo suficiente lugar para una carroza y me fatiga caminar.

-Yo ya he mirado, por allí tampoco hay habitantes-comentó el principito asomándose a fin de poder observar mejor el otro lado del planeta.

-Podrás juzgarte a ti mismo-replicó el rey- Eso es bien difícil, mucho más que juzgarse a los demás. Te diré más: si logras juzgarte bien a ti mismo, estarás frente a un verdadero sabio.

-Pero no necesito vivir en este sitio para poder juzgarme a mí mismo-dijo el principito-, eso puedo hacerlo en cualquier parte.

-Hem! Hem!-dijo el rey- Oigo por la noche una vieja rata que anda por algún lugar de este planeta. Podrías juzgarla y aún condenarla a muerte de tiempo en tiempo, de modo tal que su vida dependa de tu justicia. Deberá indultarla cada vez, a fin de conservarla ya que no hay más que una.

-A mí no me gusta condenar a muerte, y ahora sí, creo que me marcho-contestó el principito.

-No-dijo el rey.

El principito, aún habiendo terminado sus preparativos para la partida, hizo lo posible para no afligir al viejo monarca:

-Si Vuestra Majestad desea que obedezca puntualmente, podría darme una orden razonable. Por ejemplo, que parta antes de un minuto. Apuesto a que las condiciones son favorables...

Al ver que el rey no esbozó palabra alguna, pareció pensarlo y luego... suspirando comenzó a alejarse.

-Te nombro embajador-gritó apresuradamente el rey, con un tono altamente autoritario.

Mientras se marchaba, se dijo a sí mismo el principito: "Las personas grandes son bien extrañas".