"Residuos" - Luis F. Veríssimo


Un hombre y una mujer se encuntran en el palier, cada uno con su bolsa de residuos. Es la primera vez que se hablan.

- Buen día.

- Buen día.

- Usted es del 610.

- Y usted del 612.

- Si.

- Todavía no lo conocía personalmente.

- Ajá.

- Disculpe mi indiscreción, pero he visto sus bolsas de residuos...

- ¿Mis qué?

- Sus residuos.

- Ah.

- Note que nunca es mucho. Su familia debe ser chica...

- La verdad, soy yo solo.

- Mmm... Vi también que usa mucha comida en lata.

- Es que tengo que hacerme la comida. Y cómo no se cocinar...

- Entiendo.

- Usted también...

- Tratame de vos.

- Vos también perdoná mi indiscreción, pero vi algunos restos de comida en tus bolsas. Champiñones, cosas por el estilo...

- Es que me gusta mucho cocinar, hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces sobra...

- ¿Usted... vos no tenés familia?

- Tengo, pero no aquí.

- En Espíritu Santo.

- ¿Cómo sabés?

- Vi unos sobres en la basura. De Espíritu Santo.

- Sí. Mamá escribe todas las semanas.

- ¿Ella es maestra?

- ¡Qué increíble!¿ Cómo fue que adivinaste?

- Por la letra en el sobre. Me pareció letra de maestra.

- Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por sus residuos...

- Y... no.

- El otro día tenía un telegrama abollado.

- Sí.

- ¿Malas noticias?

- Mi padre. Murió.

- Lo siento mucho.

- Ya estaba muy viejito. Allá en el Sur. Hace tiempo que no nos veíamos.

- ¿Fue por eso que volviste a fumar?

- ¿Cómo sabés?

- De un día para otro empezaron a aparecer en tu basura etiquetas de cigarrillos.

- Es cierto. Pero conseguí dejar otra vez.

- Yo, gracias a Dios, nunca fumé.

- Ya sé. Pero he visto frasquitos de pastillas en tu basura.

- Tranquilizantes. Fue una etapa. Ya pasó.

- ¿Te peleaste con tu novio, no es cierto?

- ¿Eso también lo descubriste en la basura?

- Primero el ramo de flores con la tarjeta, arrojado afuera. Después, muchos pañuelos de papel.

- Sí, lloré bastante, pero ya pasó.

- Pero hoy todavía veo unos pañuelitos...

- Es que estoy un poco resfriada.

- Ah.

- Muchas veces veo revistas de palabras cruzadas en tus bolsas.

- Sí..., es que... me quedo mucho en casa. No salgo mucho, sabés.

- ¿Novia?

- No.

- Pero hace algunos días había una foto de una mujer en tus bolsas. Y muy bonita.

- Estuve limpiando unos cajones. Cosas viejas.

- Pero no rompiste la foto. Eso significa que, en el fondo, querés que ella vuelva.

- ¡Vos ya estás analizando mis residuos!

- No puedo negar que me interesaron.

- Qué gracioso. Cuando examiné tus bolsas, pensé que me gustaría conocerte. Creo que fue por la poesía.

- ¡No!¿ Vos viste mis poemas?

- Los vi y me gustaron mucho.

- ¡Pero son malísimos!

- Si realmente creyeras que son malos, los habrías roto. Solamente estaban doblados.

- Si hubiera sabido que los ibas a leer...

- No me los quedé porque, a fin de cuentas, estaría robando. A ver, no sé; lo que alguien tira a la basura, ¿ sigue siendo de su propiedad?

- Creo que no, la basura es dominio público.

- Tenés razón. A través de la basura, lo particular se hace público. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra en las sobras de los otros. Es comunitario, es nuestra parte más social. ¿ Será así?

- Bueno, ya estás profundizando demasiado con el tema de la basura.
Creo que...

- Ayer, en tus residuos...

- ¿Qué?

- ¿Me equivoco o eran cáscaras de camarones?

- Acertaste. Compré unos camarones grandes y los pelé.

- Me encantan los camarones.

- Los pelé, pero todavía no los comí. Quizás podríamos...

- ¿Cenar juntos?

- Claro.

- No quiero darte trabajo.

- No es ningún trabajo.

- Se te va a ensuciar la cocina.

- No es nada. En seguida se limpia todo y se tiran los restos.

- ¿En tu bolsa o en la mía?

"Continuidad de los parques" - Julio Cortázar


Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

en Final de juego

"Ante la Ley" - Franz Kafka


Ante la Ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.

-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus sentidos marchitos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para tí. Ahora voy a cerrarla.

"Espantos de Agosto" - Gabriel García Márquez


Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.

-Menos mal -dijo ella- porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos del medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

-El más grande -sentenció- fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos enla Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el mar apacible de los inocentes. "Qué tontería -me dije-, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos". Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último leño convertido en piedra, y el retrato del caballero triste que nos miraba desde tres siglos antes en el marco de oro. Pues no estábamos en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.

en Doce cuentos peregrinos

"El peatón" - Ray Bradbury


Entrar en aquel silencio que era la ciudad a las ocho de una brumosa noche de noviembre, pisar la acera de cemento y las grietas alquitranadas, y caminar, con las manos en los bolsillos, a través de los silencios, nada le gustaba más al señor Leonard Mead. Se detenía en una bocacalle, y miraba a lo largo de las avenidas iluminadas porla Luna, en las cuatro direcciones, decidiendo qué camino tomar. Pero realmente no importaba, pues estaba solo en aquel mundo del año 2052, o era como si estuviese solo. Y una vez que se decidía, caminaba otra vez, lanzando ante él formas de aire frío, como humo de cigarro.

A veces caminaba durante horas y kilómetros y volvía a su casa a medianoche. Y pasaba ante casas de ventanas oscuras y parecía como si pasease por un cementerio; sólo unos débiles resplandores de luz de luciérnaga brillaban a veces tras las ventanas. Unos repentinos fantasmas grises parecían manifestarse en las paredes interiores de un cuarto, donde aún no habían cerrado las cortinas a la noche. O se oían unos murmullos y susurros en un edificio sepulcral donde aún no habían cerrado una ventana.

El señor Leonard Mead se detenía, estiraba la cabeza, escuchaba, miraba, y seguía caminando, sin que sus pisadas resonaran en la acera. Durante un tiempo había pensado ponerse unos botines para pasear de noche, pues entonces los perros, en intermitentes jaurías, acompañarían su paseo con ladridos al oír el ruido de los tacos, y se encenderían luces y aparecerían caras, y toda una calle se sobresaltaría ante el paso de la solitaria figura, él mismo, en las primeras horas de una noche de noviembre.

En esta noche particular, el señor Mead inició su paseo caminando hacia el oeste, hacia el mar oculto. Había una agradable escarcha cristalina en el aire, que le lastimaba la nariz, y sus pulmones eran como un árbol de Navidad. Podía sentir la luz fría que entraba y salía, y todas las ramas cubiertas de nieve invisible. El señor Mead escuchaba satisfecho el débil susurro de sus zapatos blandos en las hojas otoñales, y silbaba quedamente una fría canción entre dientes, recogiendo ocasionalmente una hoja al pasar, examinando el esqueleto de su estructura en los raros faroles, oliendo su herrumbrado olor.

-Hola, los de adentro - les murmuraba a todas las casas, de todas las aceras - ¿Qué hay esta noche en el canal cuatro, el canal siete, el canal nueve? ¿Por dónde corren los cowboys? ¿No viene ya la caballería de los Estados Unidos por aquella loma?

La calle era silenciosa y larga y desierta, y sólo su sombra se movía, como la sombra de un halcón en el campo. Si cerraba los ojos y se quedaba muy quieto, inmóvil, podía imaginarse en el centro de una llanura, un desierto de Arizona, invernal y sin vientos, sin ninguna casa en mil kilómetros a la redonda, sin otra compañía que los cauces secos de los ríos, las calles.

-¿Qué pasa ahora? -les preguntó a las casas, mirando su reloj de pulsera-. Las ocho y media. ¿Hora de una docena de variados crímenes? ¿Un programa de adivinanzas? ¿Una revista política? ¿Un comediante que se cae del escenario?

¿Era un murmullo de risas el que venía desde aquella casa a la luz de la luna? El señor Mead titubeó, y siguió su camino. No se oía nada más. Trastabilló en un saliente de la acera. El cemento desaparecía ya bajo las hierbas y las flores. Luego de diez años de caminatas, de noche y de día, en miles de kilómetros, nunca había encontrado a otra persona que se paseara como él.

Llegó a una parte cubierta de tréboles donde dos carreteras cruzaban la ciudad. Durante el día se sucedían allí tronadoras oleadas de autos, con un gran susurro de insectos. Los coches escarabajos corrían hacia lejanas metas tratando de pasarse unos a otros, exhalando un incienso débil. Pero ahora estas carreteras eran como arroyos en una seca estación, sólo piedras y luz de luna.

Leonard Mead dobló por una calle lateral hacia su casa. Estaba a una manzana de su destino cuando un coche solitario apareció de pronto en una esquina y lanzó sobre él un brillante cono de luz blanca. Leonard Mead se quedó paralizado, casi como una polilla nocturna, atontado por la luz.

Una voz metálica llamó:

-Quieto. ¡Quédese ahí! ¡No se mueva!

Mead se detuvo.

-¡Arriba las manos!

-Pero... -dijo Mead.

-¡Arriba las manos, o dispararemos!

La policía, por supuesto, pero qué cosa rara e increíble; en una ciudad de tres millones de habitantes sólo había un coche de policía. ¿No era así? Un año antes, en 2052, el año de la elección, las fuerzas policiales habían sido reducidas de tres coches a uno. El crimen disminuía cada vez más; no había necesidad de policía, salvo este coche solitario que iba y venía por las calles desiertas.

-¿Su nombre? -dijo el coche de policía con un susurro metálico.

Mead, con la luz del reflector en sus ojos, no podía ver a los hombres.

-Leonard Mead -dijo.

-¡Más alto!

-¡Leonard Mead!

-¿Ocupación o profesión?

-Imagino que ustedes me llamarían un escritor.

-Sin profesión -dijo el coche de policía como si se hablara a sí mismo.

La luz inmovilizaba al señor Mead, como una pieza de museo atravesada por una aguja.

-Sí, puede ser así -dijo.

No escribía desde hacía años. Ya no vendían libros ni revistas. Todo ocurría ahora en casa como tumbas, pensó, continuando sus fantasías. Las tumbas, mal iluminadas por la luz de la televisión, donde la gente estaba como muerta, con una luz multicolor que les rozaba la cara, pero que nunca los tocaba realmente.

-Sin profesión -dijo la voz de fonógrafo, siseando-. ¿Qué estaba haciendo afuera?

-Caminando -dijo Leonard Mead.

-¡Caminando!

-Sólo caminando -dijo Mead simplemente, pero sintiendo un frío en la cara.

-¿Caminando, sólo caminando, caminando?

-Sí, señor.

-¿Caminando hacia dónde? ¿Para qué?

-Caminando para tomar aire. Caminando para ver.

-¡Su dirección!

-Calle Saint James, once, sur.

-¿Hay aire en su casa, tiene usted acondicionador de aire, señor Mead?

-Sí.

-¿Y tiene usted televisor?

-No.

-¿No?

Se oyó un suave crujido que era en sí mismo una acusación.

-¿Es usted casado, señor Mead?

-No.

-No es casado -dijo la voz de la policía detrás del rayo brillante.

La luna estaba alta y brillaba entre las estrellas, y las casas eran grises y silenciosas.

-Nadie me quiere -dijo Leonard Mead con una sonrisa.

-¡No hable si no le preguntan!

Leonard Mead esperó en la noche fría.

-¿Sólo caminando, señor Mead?

-Sí.

-Pero no ha dicho para qué.

-Lo he dicho; para tomar aire, y ver, y caminar simplemente.

-¿Ha hecho esto a menudo?

-Todas las noches durante años.

El coche de policía estaba en el centro de la calle, con su garganta de radio que zumbaba débilmente.

-Bueno, señor Mead -dijo el coche.

-¿Eso es todo? -preguntó Mead cortésmente.

-Sí -dijo la voz-. Acérquese. -Se oyó un suspiro, un chasquido. La portezuela trasera del coche se abrió de par en par-. Entre.

-Un minuto. ¡No he hecho nada!

-Entre.

-¡Protesto!

-Señor Mead...

Mead entró como un hombre que de pronto se sintiera borracho. Cuando pasó junto a la ventanilla delantera del coche, miró adentro. Tal como esperaba, no había nadie en el asiento delantero, nadie en el coche.

-Entre.

Mead se apoyó en la portezuela y miró el asiento trasero, que era un pequeño calabozo, una cárcel en miniatura con barrotes. Olía a antiséptico; olía a demasiado limpio y duro y metálico. No había allí nada blando.

-Si tuviera una esposa que le sirviera de coartada... -dijo la voz de hierro-. Pero...

-¿Hacia dónde me llevan?

El coche titubeó, dejó oír un débil y chirriante zumbido, como si en alguna parte algo estuviese informando, dejando caer tarjetas perforadas bajo ojos eléctricos.

-Al Centro Psiquiátrico de Investigación de Tendencias Regresivas.

Mead entró. La puerta se cerró con un golpe blando. El coche policía rodó por las avenidas nocturnas, lanzando adelante sus débiles luces.

Pasaron ante una casa en una calle un momento después. Una casa más en una ciudad de casas oscuras. Pero en todas las ventanas de esta casa había una resplandeciente claridad amarilla, rectangular y cálida en la fría oscuridad.

-Mi casa -dijo Leonard Mead.

Nadie le respondió.

El coche corrió por los cauces secos de las calles, alejándose, dejando atrás las calles desiertas con las aceras desiertas, sin escucharse ningún otro sonido, ni hubo ningún otro movimiento en todo el resto de la helada noche de noviembre.

en Las doradas manzanas del sol

"El eclipse" - Augusto Monterroso


Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.

"La hormiga" - Marco Denevi


Un día las hormigas, pueblo progresista, inventan el vegetal artificial. Es una papilla fría y con sabor a hojalata. Pero al menos las releva de la necesidad de salir fuera de los hormigueros en procura de vegetales naturales. Así se salvan del fuego, del veneno, de las nubes insecticidas. Como el número de las hormigas es una cifra que tiende constantemente a crecer, al cabo de un tiempo hay tantas hormigas bajo tierra que es preciso ampliar los hormigueros. Las galerías se expanden, se entrecruzan, terminan por confundirse en un solo Gran Hormiguero bajo la dirección de una sola Gran Hormiga. Por las dudas, las salidas al exterior son tapiadas a cal y canto. Se suceden las generaciones. Como nunca han franqueado los límites del Gran Hormiguero, incurren en el error de lógica de indentificarlo con el Gran Universo. Pero cierta vez una hormiga se extravía por unos corredores en ruinas, distingue una luz lejana, unos destellos, se aproxima y descubre una boca de salida cuya clausura se ha desmoronado. Con el corazón palpitante, la hormiga sale a la superficie de la tierra. Ve una mañana. Ve un jardín. Ve tallos, hojas, yemas, brotes, pétalos, estambres, rocío. Ve una rosa amarilla. Todos sus instintos despiertan bruscamente. Se abalanza sobre las plantas y empieza a talar, a cortar y a comer. Se da un atracón. Después, relamiéndose, decide volver al Gran Hormiguero con la noticia. Busca a sus hermanas, trata de explicarles lo que ha visto, grita: "Arriba...luz...jardín...hojas...verde...flores..." Las demás hormigas no comprenden una sola palabra de aquel lenguaje delirante, creen que la hormiga ha enloquecido y la matan.

(Escrito por Pavel Vodnik un día antes de suicidarse. El texto de la fábula apareció en el número 12 de la revista Szpilki y le valió a su director, Jerzy Kott, una multa de cien znacks.)


del libro "Falsificaciones", de Marco Denevi.

El origen del teatro y la tragedia griega (3 de 3)

El origen del teatro y la tragedia griega (2 de 3)

El origen del teatro y la tragedia griega (1 de 3)

"Microficciones" - Por JOSÉ LUIS DE DIEGO

Como ocurre en cualquier otra actividad del saber, también entre los que estudiamos literatura existen modas. Por estos tiempos, una de esas modas es el microrrelato o la microficción, según como se la llame. En el último número de la prestigiosa revista "Iberoamericana", editada en Frankfurt, se publica un dossier titulado "Nanofilología". A la manera de la "nanotecnología", se trataría de una disciplina (si así podemos llamarla) que se ocupa de las formas narrativas mínimas, brevísimas. Los estudiosos e impulsores de las microficciones procuran evitar el término "cuento", porque, según ellos, se trata de otra cosa. Vayamos por partes.
abre comillasHemingway creía que el cuento requiere brevedad y, por tanto, es menester sugerir más que explicitar: con el 10% que se narra se debe poder sugerir aquel 90% sumergido cierra comillas


El cuento tiene una estrecha relación con la oralidad; durante siglos se llamó cuento a un relato oral. Incluso, las colecciones de relatos que heredamos de la Edad Media -como el célebre contario árabe-persa del siglo XIV, "Las mil y una noches"- se conocían como cuentos precisamente porque había un personaje que los contaba. Conocemos a Aladino y su lámpara, a Simbad y sus viajes o a Alí Babá porque la bella Scherezade los verbalizó; sólo entonces pudieron ser escritos. Todavía en el siglo XVII, el gran dramaturgo español, Lope de Vega, decía de los cuentos: "Estos se sabían de memoria, y nunca que me acuerde los vi escritos". Más aun: en el siglo XIX los folklorólogos europeos, como los hermanos Grimm, seguían rastreando (y rapiñando) en viejas fuentes orales para armar sus colecciones de cuentos. De ahí que en el cuento tradicional no importara tanto la estructura del relato ni la originalidad de su trama, sino sobre todo la gracia del narrador: sus pausas y sus remates, sus estudiados énfasis, sus silencios. O, en el maravilloso caso de Scherezade, su habilidad para posponer su muerte, para prolongar la vida.

Se le atribuye a Walter Benjamin la lúcida metáfora de suponer que los refranes son escombros de relatos. Si digo, por ejemplo, "a caballo regalado no se le miran los dientes", puedo conjeturar que existió un relato en el que a un tipo le regalaron un caballo, que no valoró el regalo como debía, etc., etc. Los pormenores del relato no se conservan, pero sí sus escombros, ese resto que, como en los edificios derruidos, nos permite imaginar el todo. Pensemos en la novela más importante de la tradición española, el "Quijote", y en la obra más importante de nuestra tradición, el "Martín Fierro"; en ambas, la centralidad de los refranes intercalados derivó en una verdadera especialización, la paremiología, que fue constituyendo una extraña secta de eruditos en refranes, en sentencias y en proverbios.

EL CUENTO MODERNO

Pero a mediados del XIX la cosa cambió radicalmente: nace el cuento moderno, según afirman los que saben, de la mano de Edgar Allan Poe, y después de Guy de Maupassant, de Antón Chéjov. Se abandonan dos aspectos centrales del cuento tradicional: su parentesco con la oralidad (el cuento moderno es escrito, es para ser leído) y su afán pedagógico y moralizante (ya no hay refrán o moraleja que lo sintetice). No es casual que con Poe nace el cuento moderno y, con él, dos de sus formas más populares, el cuento policial y el cuento fantástico o de terror, formas que basan todo su efecto en el rigor de la trama y no en una supuesta gracia del narrador. Los estupendos relatos de Horacio Quiroga y de Leopoldo Lugones abrevan en esas fuentes e inauguran el género en nuestro país.

Una de las teorías más difundidas sobre el cuento pertenece al narrador estadounidense Ernest Hemingway. Para referirse al género, se valió de la metáfora del iceberg, esa masa de hielo que flota en el mar y que, según parece, deja ver sobre la superficie sólo el 10% de su volumen. De igual manera, Hemingway creía que el cuento requiere brevedad y, por tanto, es menester sugerir más que explicitar: con el 10% que se narra se debe poder sugerir aquel 90% sumergido, oculto, acaso secreto; el cuento como un arte de la elipsis. En el primer cuento que publicó Jorge Luis Borges, "Hombre de la esquina rosada", la estrategia narrativa consiste en no contar lo más importante que debió haberse contado, pero sugerirlo entre líneas desde el inicio mismo del relato (y así lo leyeron los maestros Eithel Negri y José María Ferrero).

Ahora vayamos a una posible hipótesis para pensar un poco: la microficción es al cuento moderno lo que el refrán al cuento tradicional. Pero, como suelen ocurrir las cosas en nuestros tiempos, el "escombro" no es natural sino, digamos, artificial, sintético. Dicho de otro modo, los narradores de microficciones parecen explotar al máximo el precepto de Hemingway: en vez del 10 y el 90%, digamos el 1 en la superficie y el 99 oculto. ¿Cómo encerrar la intriga y la tensión propias de un cuento en unas pocas palabras? Este parece ser el objetivo, la pregunta que los moviliza y obsesiona. Congresos de especialistas, foros, blogs y una atiborrada acumulación de ejemplos en la red nos hablan, insisto, de una moda. Como toda moda, tiene precursores, como el gran escritor guatemalteco Augusto Monterroso ("El dinosaurio": "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí") y estupendos ejecutores, como Mario Goloboff ("Serpiente": "Si no fuera por ella, es cierto, seguiríamos habitando el paraíso. Pero lo ignoraríamos"). En un concurso de microficciones, el ganador confesó haber tomado su brevísimo relato de los clasificados de un periódico: "Vendo cuna sin usar". Las cuatro palabras, es evidente, condensan una tragedia.

Por mi parte, porque descreo de las modas y porque desconfío de la excesiva brevedad, no me parece que la extrema síntesis de las microficciones conlleve, en la gran mayoría de los casos, mucho más mérito que el ingenio.