"Microficciones" - Por JOSÉ LUIS DE DIEGO

Como ocurre en cualquier otra actividad del saber, también entre los que estudiamos literatura existen modas. Por estos tiempos, una de esas modas es el microrrelato o la microficción, según como se la llame. En el último número de la prestigiosa revista "Iberoamericana", editada en Frankfurt, se publica un dossier titulado "Nanofilología". A la manera de la "nanotecnología", se trataría de una disciplina (si así podemos llamarla) que se ocupa de las formas narrativas mínimas, brevísimas. Los estudiosos e impulsores de las microficciones procuran evitar el término "cuento", porque, según ellos, se trata de otra cosa. Vayamos por partes.
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El cuento tiene una estrecha relación con la oralidad; durante siglos se llamó cuento a un relato oral. Incluso, las colecciones de relatos que heredamos de la Edad Media -como el célebre contario árabe-persa del siglo XIV, "Las mil y una noches"- se conocían como cuentos precisamente porque había un personaje que los contaba. Conocemos a Aladino y su lámpara, a Simbad y sus viajes o a Alí Babá porque la bella Scherezade los verbalizó; sólo entonces pudieron ser escritos. Todavía en el siglo XVII, el gran dramaturgo español, Lope de Vega, decía de los cuentos: "Estos se sabían de memoria, y nunca que me acuerde los vi escritos". Más aun: en el siglo XIX los folklorólogos europeos, como los hermanos Grimm, seguían rastreando (y rapiñando) en viejas fuentes orales para armar sus colecciones de cuentos. De ahí que en el cuento tradicional no importara tanto la estructura del relato ni la originalidad de su trama, sino sobre todo la gracia del narrador: sus pausas y sus remates, sus estudiados énfasis, sus silencios. O, en el maravilloso caso de Scherezade, su habilidad para posponer su muerte, para prolongar la vida.

Se le atribuye a Walter Benjamin la lúcida metáfora de suponer que los refranes son escombros de relatos. Si digo, por ejemplo, "a caballo regalado no se le miran los dientes", puedo conjeturar que existió un relato en el que a un tipo le regalaron un caballo, que no valoró el regalo como debía, etc., etc. Los pormenores del relato no se conservan, pero sí sus escombros, ese resto que, como en los edificios derruidos, nos permite imaginar el todo. Pensemos en la novela más importante de la tradición española, el "Quijote", y en la obra más importante de nuestra tradición, el "Martín Fierro"; en ambas, la centralidad de los refranes intercalados derivó en una verdadera especialización, la paremiología, que fue constituyendo una extraña secta de eruditos en refranes, en sentencias y en proverbios.

EL CUENTO MODERNO

Pero a mediados del XIX la cosa cambió radicalmente: nace el cuento moderno, según afirman los que saben, de la mano de Edgar Allan Poe, y después de Guy de Maupassant, de Antón Chéjov. Se abandonan dos aspectos centrales del cuento tradicional: su parentesco con la oralidad (el cuento moderno es escrito, es para ser leído) y su afán pedagógico y moralizante (ya no hay refrán o moraleja que lo sintetice). No es casual que con Poe nace el cuento moderno y, con él, dos de sus formas más populares, el cuento policial y el cuento fantástico o de terror, formas que basan todo su efecto en el rigor de la trama y no en una supuesta gracia del narrador. Los estupendos relatos de Horacio Quiroga y de Leopoldo Lugones abrevan en esas fuentes e inauguran el género en nuestro país.

Una de las teorías más difundidas sobre el cuento pertenece al narrador estadounidense Ernest Hemingway. Para referirse al género, se valió de la metáfora del iceberg, esa masa de hielo que flota en el mar y que, según parece, deja ver sobre la superficie sólo el 10% de su volumen. De igual manera, Hemingway creía que el cuento requiere brevedad y, por tanto, es menester sugerir más que explicitar: con el 10% que se narra se debe poder sugerir aquel 90% sumergido, oculto, acaso secreto; el cuento como un arte de la elipsis. En el primer cuento que publicó Jorge Luis Borges, "Hombre de la esquina rosada", la estrategia narrativa consiste en no contar lo más importante que debió haberse contado, pero sugerirlo entre líneas desde el inicio mismo del relato (y así lo leyeron los maestros Eithel Negri y José María Ferrero).

Ahora vayamos a una posible hipótesis para pensar un poco: la microficción es al cuento moderno lo que el refrán al cuento tradicional. Pero, como suelen ocurrir las cosas en nuestros tiempos, el "escombro" no es natural sino, digamos, artificial, sintético. Dicho de otro modo, los narradores de microficciones parecen explotar al máximo el precepto de Hemingway: en vez del 10 y el 90%, digamos el 1 en la superficie y el 99 oculto. ¿Cómo encerrar la intriga y la tensión propias de un cuento en unas pocas palabras? Este parece ser el objetivo, la pregunta que los moviliza y obsesiona. Congresos de especialistas, foros, blogs y una atiborrada acumulación de ejemplos en la red nos hablan, insisto, de una moda. Como toda moda, tiene precursores, como el gran escritor guatemalteco Augusto Monterroso ("El dinosaurio": "Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí") y estupendos ejecutores, como Mario Goloboff ("Serpiente": "Si no fuera por ella, es cierto, seguiríamos habitando el paraíso. Pero lo ignoraríamos"). En un concurso de microficciones, el ganador confesó haber tomado su brevísimo relato de los clasificados de un periódico: "Vendo cuna sin usar". Las cuatro palabras, es evidente, condensan una tragedia.

Por mi parte, porque descreo de las modas y porque desconfío de la excesiva brevedad, no me parece que la extrema síntesis de las microficciones conlleve, en la gran mayoría de los casos, mucho más mérito que el ingenio.

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